Prólogo · El Hijo del Demonio

Prólogo · El Hijo del Demonio

 

«Y de nuevo, otra vez aquí…».

Al atardecer, saliendo de los frondosos bosques que rodean Molino Viejo, una mujer se abrió paso a lomos de su katra hacia el interior del pueblo. Sin prisa, y con cierta monotonía, observó las mismas casas, los mismos caminos, los mismos templos…

Ubicándose al sur de Arépia, viajeros de todas las partes del mundo acudían a las fiestas de Molino Viejo en busca de diversión. Los forasteros no eran una novedad, lo que le facilitó a Livian pasar desapercibida, vistiendo una camisa blanca bajo su típica gabardina negra con capucha. Si la miraban no era por ella, sino por su increíble katra. Era raro dar con alguien capaz de domar a un lanther.

Normalmente, esta variante de la especie solía ser sumamente desconfiada y rápida, lo que dificultaba su captura. Midiendo un metro y medio de alto y casi dos de largo, el lanther de Livian tenía el pelaje totalmente negro, salvo por las alargadas branquias turquesas de su cuello, que se extendían varios palmos hacia atrás, dotándole de ese aspecto veloz. Los katra contaban con un cráneo alargado, hocico chato, una larga cola y sus dos poderosas patas de gran longitud, permitiéndoles moverse a gran velocidad.

Adentrándose más y más en el pueblo, acabó llegando a la mansión del conde Marquel, un gran edificio con forma de molino, construido mayoritariamente de madera oscura y piedra, y con una imponente entrada formada por cuatro enormes aspas. En la puerta le recibió el ama de llaves, una mujer delgada, recubierta de canas y rostro serio.

Livian se bajó del katra, mientras escuchaba a la sirvienta.

—Buenas tardes, Lady Thez. ¿Desea la habitación de siempre?

—Sí, esa estará bien —contestó Livian, analizando el lugar sin prestarle demasiada atención.

Siempre pedía la misma habitación cuando llegaba a la mansión Marquel, debido a que solo contaba con una cama y una ventana. No necesitaba nada más. Fácil de vigilar y con una salida alternativa.

—Como desee —dijo haciendo una reverencia—. El conde está reunido en estos momentos. Si es tan amable…

El ama de llaves extendió su brazo, invitándola a entrar. Livian se encogió de hombros aceptando su petición. De reojo y antes de adentrarse en el edificio, vio a un sirviente algo delgaducho y sudoroso hacerse cargo de su katra en la entrada.

En la primera planta, al final del largo pasillo decorado con cuadros y antorchas, se encontraba el estudio donde le tocaría esperar. Era un espacio amplio, con una ventana de doble puerta a la espalda de una gran butaca de aspecto confortable, frente a una mesa y dos sillas para invitados. A uno de los lados, cerca de la puerta, se encontraba un pequeño sofá polvoriento junto a una corpulenta estantería llena de libros viejos.

—Por favor, espérele aquí. Le haré saber que habéis llegado.

El ama de llaves hizo una última reverencia antes de marcharse.

«Todo sigue igual. Los mismos muebles, el mismo servicio y el mismo formalismo», pensó Livian, haciéndole un gesto indiferente con la cabeza.

Sola y aburrida, decidió sentarse en la butaca. Pasando las piernas por uno de los reposabrazos, se inclinó hacia la ventana, tratando de ver el exterior. Bajo el estudio se encontraban los establos, construidos con la oscura madera de los bosques de Arépia.

Fuera, a uno de los lados, un muchacho descansaba sobre unos fardos de heno. Tenía el pelo algo largo y desgreñado, color castaño. Las manchas de barro y sudor le ensuciaban su vieja camisa blanca. A pesar de su estado, era de buen tejido. Momentos después, apareció el mozo que recogió el katra de Livian en la entrada.

—¿De quién es esta vez? —preguntó Hayden, aún sentado en los fardos de heno, sujetando sobre su regazo un par de espadas de madera.

—Lo trajo esa tal Thez.

Edwin acercó el reverso de su mano al hocico del katra para que este se acostumbrase a su olor.

—Debe de ser increíble poder domar a uno de estos lanther —dijo viendo como el oscuro katra se apartaba un poco de él.

—Ah, sí, últimamente viene mucho por aquí a ver a mi padre —dijo mientras se incorporaba—. ¿Preparado para un segundo asalto? —le retó sonriente, lanzándole su espada de madera.

Edwin, distraído, se apartó del katra, consiguiendo recogerla al vuelo.

—Será mejor que lo dejemos por hoy. Entrenar aquí alteraría a nuestro nuevo invitado —sonrió, mirando al lanther—. He de ocuparme de él, no todos los días tengo la suerte de poder cuidar a uno de estos.

Tras dejar su espada apoyada en una de las vigas de madera, se limpió el polvo de las manos sobre su ajada camisa azul oscuro.

—Hola, amigo —dijo con voz templada—. ¿Cómo te encuentras?

—Sabes que no te entienden, ¿no? —añadió Hayden, tratando de chincharle, hincándole un poco la punta de la espada en el costado a su amigo.

—Eso es lo que tú te crees —sonrió, haciendo aspavientos con la mano para que parase—. Los lanther son los katras más inteligentes.

—¿Inteligente? ¿Un katra? —preguntó con sarcasmo, apoyándose sobre la mesa repleta de herramientas dentro del establo.

—Bastante, de hecho, incluso más que algunos humanos. —Edwin se acercó a la mesa tratando de coger uno de los cepillos que Hayden tapaba con su cuerpo—. Por eso tu katra es uno normal, dócil y fácil de manejar. Perfecto para un noble como tú —dijo con chulería.

—¿Crees que no podría montar a este katra?

—¿A un lanther? —rio sin tapujo—. Los lanther no se montan, te permiten subirte.

—Y… ¿Crees que a ti te dejaría? —preguntó con curiosidad.

—Tendría que preguntarle primero —dijo Edwin, acariciándole entre las branquias, haciendo que este se contornase del gusto mientras le daba taquitos de pescado ahumado—. Oye, ¿sabes algo de Erick?

—Ha vuelto a quedarse ayudando a su abuelo en la granja… —comentó Hayden, encogiéndose de hombros.

—Qué pena. Detesta perderse los entrenamientos.

—Tengo ganas de que vuelva. A ver si te pones igual de chulo cuando te derribe de tres golpes —dijo Hayden, pellizcándole el brazo a su amigo.

Ambos rieron.

Desde la ventana de arriba, Livian dejó de prestarles atención cuando escuchó pasos aproximarse a la puerta. Dos hombres entraron en el estudio. El primero de ellos vestía con ropas elegantes, acordes a su posición de conde, priorizando el color azul sobre el resto.

—Hola —saludó Merino al entrar, con tono serio—. Veo que ya te has puesto cómoda…

Sin cambiar de postura, Livian le saludó fríamente con la mano.

—Tengo asuntos de los que ocuparme, así que vayamos al grano. —Merino señaló a su acompañante mientras se sentaba en una de las sillas. Era un tipo alto, de pelo y barba cana—. Este es Ezequiel, uno de mis hombres de confianza.

Livian no le reconoció. Él permaneció en silencio mientras la observaba. Llevaba puesta una especie de túnica verdosa ceñida al cuerpo. Parecía bastante mayor que Merino, además de tener una tez morena, típica de Nipheria. Sus labios eran de un extraño color verduzco, y no paraba de carraspear. Livian odiaba esas cosas.

—La misión que te voy a encomendar no es nada nuevo para ti: arriesgada y de vital importancia para que mi plan se lleve a cabo. Si te localizan, estarás sola. No puedo verme involucrado en este asunto, ¿queda claro?

—No podrás prolongar nuestro acuerdo eternamente —replicó Livian seriamente, recolocándose en la butaca.

—Solo un poco más, Sombra, y te daré la información que tanto ansías. No tenemos por qué enemistarnos antes de tiempo…

Ambos mantuvieron sus miradas, sin mover ni un solo músculo.

—Debe de hacerse con esto —interrumpió Ezequiel tosiendo, tratando de romper la tensión entre ambos. De uno de sus bolsillos sacó una pequeña bolsa de cuero que dejó con cuidado sobre la mesa.

Livian estiró su brazo para alcanzarla. Al abrirla y escrutar su contenido, metió dos dedos en forma de pinza, sacando un pellizquito de polvo negro con reflejos morados.

—¿Qué es esto?

—Urei —contestó Ezequiel—. Es una planta autóctona de Nagashi.

«¿Desde cuándo Merino se mezcla con esa gente? Los nagashianos no mantienen relaciones con el resto de países», pensó Livian.

—Debes conseguir que Duarde Marquel lo consuma —especificó Merino, dando un par de golpecitos en el escritorio con el dedo.

—¿El duque Marquel es el objetivo? —preguntó Livian, frunciendo el ceño.

—Sí —afirmó Merino con seguridad—. Ezequiel será quien testifique la muerte.

—¿Cómo funciona?

—Produce una sobrecarga sensorial —matizó Ezequiel—. Vierte el polvo en su bebida y morirá en cuestión de segundos.

—¿Dónde lo encontraré?

—En Nípero, posiblemente en su fortaleza —explicó Merino, colocándose el pelo por detrás de las orejas.

—¿Cuándo? —preguntó Livian, analizando de cerca el polvo negro.

—Mañana por la noche.

—Entendido —dijo con naturalidad—. Después de un trabajo así tendré que desaparecer un tiempo.

—Cuento con ello. —Merino sacó de su bolsillo un saco de monedas, dejándolo al lado de la bolsa que contenía el urei—. Por tu paciencia. Considéralo una muestra de afecto y confianza.

—Cuando la cosa se enfríe, manda a alguien a buscarme a los bajos fondos de Nipheria central. Ya sabes cómo localizarme…

Livian colocó ambas manos sobre la mesa para levantarse.

—Nipheria se ha convertido en tierra de nadie, ¿verdad? —preguntó Merino, tratando de provocarla—. Después de tantos años de guerra y de intentos de invasión, debe de ser el paraíso para la gente como tú. Espero que no olvides tus prioridades a la hora de aceptar otros encargos, Sombra.

Livian cogió ambas bolsas de la mesa y se levantó para salir de la habitación.

—Partiré al amanecer. Mañana estará hecho —dijo con decisión, sin mirarlos a la cara.

—Cuento con ello —respondió Merino, haciendo que su grave voz rebotase por las paredes del estudio.

 

 

Minutos antes de que saliera el sol, Livian se levantó de la cama sin hacer ruido. Recogió sus cosas y se dispuso a marcharse de la mansión con forma de molino. Todo estaba en calma. El servicio aún no se había puesto a trabajar, haciendo que el salón pareciese más grande sin gente. Un humilde trono presidía la sala, frente a una larga mesa con lámparas colgadas sobre ella.

Al salir, se dirigió a los establos y se montó en su lanther negro, dispuesta a cumplir su objetivo.

Tras medio día de viaje, dejando el bosque tras ella, Livian alcanzó a ver la ciudad de Nípero. Escoltados por torres a lo largo de la muralla, se alzaban ante ella los gruesos muros. Parejas de guardias estaban apostados en las almenas, viendo cómo la gente entraba y salía de la ciudad. Vestían los uniformes de la familia Marquel: camisas negras bajo petos azules.

Al cruzar las puertas de la ciudad, saltaba a la vista la gran diferencia que había con respecto a Molino Viejo. La ciudad, a pesar de no ser muy grande, albergaba unos mil habitantes. La gran mayoría de las casas estaban conformadas por paredes de piedra y techos de madera, y según fue acercándose a la fortaleza del duque, el número de viviendas aumentaba. Algunas llegaban a tener hasta dos pisos de altura, reservadas a los caballeros y comerciantes más importantes.

Los diferentes encargos de Livian ya la habían traído con anterioridad a Nípero, por lo que conocía una posada donde hospedarse y hacer tiempo hasta el anochecer. Al llegar al Fósforo Hervido, ató su lanther al poste junto a otros dos, uno de color blanco con branquias rojas y otro canela con branquias verdes. El resto eran katras normales. El mozo se acercó corriendo a la bestia para ocuparse de ella, sabiendo que los jinetes de lanther tenían prioridad.

El interior de la posada no era gran cosa, similar a la mayoría de antros en los que se había visto obligada a entrar. Un gran salón con mesas esparcidas, un pequeño escenario cerca de la barra y un segundo piso donde se encontraban los dormitorios.

—¡Lern! —gritó el tendero al verla entrar—. ¡Atiende a esta chica!

Saliendo de la puerta que comunicaba con las cocinas, un joven muchacho de pelo rizado y negro se apoyó con desgana sobre la barra.

—¿En qué te puedo ayudar?

—Una noche —dijo Livian, levantando su dedo índice frente al mugriento chico de la larga barra.

—Entiendo. —Dándose media vuelta, sacó una llave de un tarro que se encontraba apoyado en la balda de las bebidas—. Aquí tienes, la segunda según subes las escaleras.

—He dejado a mi lanther en la puerta —puntualizó—. Está puesto a punto, solo necesita agua fresca y un sitio donde descansar.

 —Serán tres monedas en total —dijo mientras analizaba su vestimenta con descaro. Livian puso cinco sobre la barra para evitar preguntas innecesarias—. ¿Con qué nombre desea firmar?

—Sombra.

Sin darle más explicaciones, hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza mientras abandonaba la barra. A pesar de que Lern tan solo fuera un muchacho, tenía la suficiente experiencia como para saber que a ese tipo de clientes era mejor no molestarlos durante su estancia en el Fósforo Hervido.

La habitación era básica: un camastro y un arcón, suficiente para pasar unos días, aunque no era el caso de Livian. En cuanto acabase el trabajo esa misma noche, se largaría de Nípero sin mirar atrás. Habitualmente, solía llegar unos días antes al pueblo o ciudad de donde tenía un encargo, aprovechando ese tiempo para trazar un plan, aprenderse las rutas de los guardias o estudiar el ritmo de la ciudad, sus calles y negocios, pero Nípero no era una ciudad extraña para ella, la conocía bien, al igual que su objetivo. Solo tenía que terminar con el encargo. Esa noche, el duque Duarde Marquel moriría.

           

 

Con la llegada del anochecer, Livian preparó todo su equipo. Normalmente hacía uso de un arco, pero esta vez lo dejó atrás, llevando consigo tan solo un juego de cuchillos, su vieja daga con el grabado con forma de pétalo en la hoja y aquel extraño veneno llamado urei. Abrió la ventana de su dormitorio y subió al tejado. En silencio, comenzó a saltar de casa en casa, adentrándose en las entrañas de la ciudad.

Sobre uno de los edificios de doble altura, observó la fortaleza del duque adornada con la bandera azulada de la casa Marquel. Una muralla interior protegía un pequeño cuartel, una caballeriza y el propio torreón donde residía Duarde. Apenas había vigilancia y los pocos guardias que estaban de servicio permanecían relajados, permitiéndose el lujo de beber en horas de servicio. Desde la «prohibición» hace dieciocho años, no hubo conflictos en todo el continente, por lo que no había razón para mantenerse alerta.

Dos guardias le obstaculizaban el paso. Lentamente desenvainó dos cuchillos para eliminarlos.

«No. Dejar cadáveres los advertiría de que la muerte de Duarde fue un asesinato», pensó Livian, volviéndolos a enfundar.

Esperó pacientemente hasta que vio la oportunidad para saltar sobre la muralla. Escaló por la fachada del torreón con destreza hasta llegar a los aposentos del duque. Colgada del marco de la ventana, asomó su cabeza con cautela. No había nadie. La habitación estaba tenuemente iluminada por velas. La cama ocupaba casi todo el espacio y frente a ella se encontraba su estudio, una gran mesa repleta de papeles, libros viejos, probetas, morteros y un mechero encendido donde calentar frascos de cristal, además de una copa de vino. En uno de los lados había una gata metida en una jaulita. Esta levantó la cabeza y maulló al ver a Livian colarse por la ventana.

«Odio a los gatos —pensó ella, agitando la mano, molesta—. El mechero está encendido… El duque debió salir un momento. He de darme prisa».

Sin perder ni un segundo, corrió hasta la copa, deseosa de que estuviera llena. Por suerte, aún quedaba la mitad de aquel rojizo vino. Vertió el urei en su interior, para luego removerlo con cuidado, esperando a que el polvo se diluyera. En ese momento, escuchó unas voces procedentes del pasillo.

«Corre, salta por la ventana y huye», pensó asustada, pero sabía que no debía irse sin comprobar si su misión había tenido éxito. Tras unos segundos de duda, se escondió bajo la cama.

—Ya lo verás. ¡Esto te va a encantar! —dijo Duarde emocionado, abriendo la puerta de su habitación. Tenía el pelo corto de color castaño, a juego con su esponjosa barba.

—¿De verdad que funcionará? —preguntó Marcus, escéptico, sujetando un tarro de miel.

—Por supuesto. La miel es un estupendo cicatrizante natural —señaló el duque.

Ambos se acercaron al escritorio.

«Ojos rojos y pupilas blancas con una media luna bajo ellas, del mismo color que su pelo... Ese debe de ser el chico del que todo el mundo habla». Livian permaneció en absoluto silencio, controlando su respiración para no delatarse.

—Ven y hazlo tú. —Duarde arrastró la silla para que Marcus se sentase en ella. Después, sacó al gato de la jaula para que lo examinasen—. Bien, con cuidado de que no te muerda ni te arañe, le aplicas la miel sobre la herida abierta, para luego vendársela —le explicó con entusiasmo—. Con este tipo de curas cicatrizará pronto.

—¿Así de fácil? —preguntó Marcus, sorprendido. Bajo sus parpados tenía delgadas cicatrices que ya eran casi imperceptibles.

—Así de fácil. No es el remedio más recomendado, pero a unas malas, si no tienes aguja e hilo, lograrás que no se le infecte. Además, esto va mejor para humanos que para animales —dijo sonriendo, mientras veía cómo la pequeña gata trataba de lamerse la pata vendada.

—Parece que le gusta más que los ungüentos —comentó Marcus, alegre—. Gracias por tu ayuda.

Esquivando todo el material médico, la gata saltó desde el largo escritorio al suelo para abandonar la habitación, no sin antes maullar a Livian.

Marcus acarició en silencio uno de los frascos vacíos, preocupado.

—No temas por ella. No son animales tontos. Siempre vuelven a donde se les ha tratado bien —recordó Duarde, ordenando el desastre de su mesa.

—¿Te arrepientes de no haber sido doctor? —preguntó Marcus.

—Nunca fue una opción real para mí… —suspiró Duarde—. Yo no decidí ser duque. Es algo que pactaron por mí, como te pasó a ti.

—Pero… ¿te arrepientes?

Duarde dejó de recoger la mesa para sentarse frente a él.

—Llevas días raro —señaló con complicidad—. ¿Qué te ocurre?

—Me gusta la medicina —confesó, mostrando una sonrisa cargada de impotencia.

—Lo sé. No es la primera vez que me traes a un animal moribundo en plena noche —dijo sonriendo—. Dime, ¿qué te ocurre?

—Yo… yo no pedí ser duque —dijo por fin, nervioso.

—Marcus, sé que la gente no te tiene aprecio, pero con el tiempo te valorarán y sabrán que sus vidas están en manos de una buena persona, créeme. El pueblo no olvidará a tu padre y las cosas que hizo. En tu mano está el demostrarles que eres mejor de lo que él fue…

—¿Te haría feliz verme como duque? —le interrumpió levantando la mirada del frasco para mirarlo a los ojos.

—Solo si eres feliz siéndolo.

El silencio se apoderó de la habitación.

—Yo… yo no quiero ser duque —confesó por fin.

—Cuando era más joven, me limité a cumplir con mi deber. —Duarde se acarició su frondosa barba—. Era el mediano de tres hermanos, por lo que a mí me correspondía ser el duque. Al igual que Lorel y Merino, acepté mi obligación y ocupé el puesto que me habían reservado años atrás. Yo no tuve a nadie que me orientara, Marcus —dijo poniéndole las manos sobre sus hombros—. Pero por encima de títulos, por encima de lo que mi hermano el rey pueda pensar y por encima de la repercusión política que conllevó tu adopción, por encima de todo eso, acepté hacerme cargo de ti.

Marcus sonrió, tratando de contener las lágrimas.

—Todos estos años me han estado recordando que mi obligación era la de adoctrinarte para que cumplieses el tratado de Rísenkar, pero nadie se ha parado a pensar que mi obligación como tu tutor es velar por tu bienestar. Quisieron arrasar Khálasir tras la caída de tu padre y ejecutarte cuando eras tan solo un recién nacido —recordó Duarde—. Los convencí de lo contrario. El tratado de absorción de Rísenkar se mantendrá, solo que otro deberá ocupar tu lugar. Estoy seguro de que podré arreglar esto. Confía en mí.

El silencio se volvió a apoderar de la sala.

—¿Y ya está? —preguntó Marcus, emocionado.

—Y ya está. Mañana escribiré a mis hermanos y a la reina Sadrial Auzel para que nos reunamos aquí. Estoy seguro de que a Sadrial no le apetece seguir sustituyéndote en Rísenkar, pero lo lleva haciendo desde la prohibición —dijo sonriendo—. Debe de estar acostumbrada.

Marcus se abalanzó sobre Duarde para abrazarlo con fuerza.

—¿Sabes que tengo un amigo en Valle Reposo? Cuando éramos jóvenes, a Caleb a mí nos unió la pasión por la medicina y creo que ahora tiene una consulta allí. Si todo sale mal, puede que nos toque abandonar estos lujos e ir allí a echarle una mano —bromeó Duarde—. Y aunque saliera mal no importaría, nos tenemos el uno al otro.

Marcus afirmó con la cabeza, ilusionado.

—Bueno, vete a dormir. Ya me encargo yo de recoger todo esto —dijo Duarde, haciendo aspaviento con la mano—. Además, me quedaré despierto hasta tarde para redactar la restructuración del tratado.

—Está bien. Nos veremos mañana, entonces —dijo Marcus con ilusión.

Cuando el muchacho abandonó los aposentos de Duarde, este suspiró llevándose las manos a la cabeza. Segundos después cerró la puerta de la jaula, colocó los libros en un montón y le pegó un largo trago a su copa de vino hasta apurarla. A un lado de la mesa, cogió tinta y pluma, dispuesto a redactar la carta.

«Reyes de Arépia y Rísenkar —pensó Duarde—. Tanto noble en una ciudad tan pequeña, esto sí que va a ser un caos…».

En ese momento, Livian vio cómo Duarde hacía un movimiento extraño con la cabeza, tapándose los ojos tratando de evitar la luz de las velas. Empezó a frotarse todo el cuerpo, angustiado. Se levantó de la silla, pero se tropezó con ella cayendo a los pies de la cama, descubriendo a la causante de su dolor bajo ella.

Livian pudo ver cómo la luz de sus ojos se apagaba tras una mirada de absoluta agonía y terror.

«No pienses. No sientas. Ya sabes cómo va esto», se repitió una y otra vez.

Cuando los espasmos de Duarde cesaron, Livian salió de debajo de la cama, tratando de controlar las náuseas y los vértigos que sentía. Se asomó a la ventana por la que se coló, deseando que la brisa nocturna le aliviase el malestar. Nípero dormía, ignorante de lo que acababa de suceder en la fortaleza Marquel. Los próximos días, la ciudad entera se pondría patas arriba. Debía de irse esa misma noche, tal y como había planeado.

«Y, de nuevo, he matado por ti…».